Delante y detrás de un espejo vertical
no hay otra cosa que un mismo desierto, dispuesto extensamente como
un gran plano árido y horizontal.
Atravesar el espejo no es tarea
sencilla. Un ilusionista en un escenario lo tiene más fácil que
cualquiera de nosotros.
En su interior habita, nocturno, un
gran río.
Sin embargo, inversamente, pocos son los que se adentran en un erial; imposible incluso mantener la mirada en él. Por suerte, tan real como inhumano, está plagado de oasis. Escasos o frondosos permiten a uno descansar, detenerse y otear el horizonte a fin de trazar un pequeño mapa para continuar en ruta y alcanzar otros momentos.
El velo de Māyā está plagado
de espejitos, pantallas táctiles, espejismos, tan melosos como
mortíferos. Escenario de personajes entrelazados en interminables,
tragicómicas danzas, tan alegres y caprichosas como tristes y
dolorosas.
Golosa membrana, espejo donde se apiñan, estampados,
numerosos grupos de seres semejantes a murciélagos en enorme
griterío; de cabezas hacia dentro, de cabezas hacia fuera.
Redes numerosas, enredos tan sedosos
como venenosos; balbuceantes, mudos, discursivos, nerviosos.
Tampoco es posible vivir en el
desierto, pero sí disponer de una brújula bien labrada, con la que
girar tan sólo unos grados.
Despegarse del
ilusorio espectáculo y, a un tiempo, voltear la tierra, unos
pasos, para elevarse sobre el desierto, invisible, indivisible, imposible; sin
tropezar con paradójicas columnas que convierten a la serpiente en
la mejor de las amantes. Aprender a bailar sobre la especular cacofonía sin
desprenderse nunca de nuestro eje más humano.
Disponemos de alas torpes pero es
preciso horadar túneles, aéreos y subterráneos, perforar galerías
sutiles, hallar claves, “clics”, ejércitos de calladas
golondrinas, esquinas vertiginosas, deshacer nudos, como alternativa valiente
a la omnipresente caverna vertical.