sábado, 3 de mayo de 2014

La Caverna Vertical

Delante y detrás de un espejo vertical no hay otra cosa que un mismo desierto, dispuesto extensamente como un gran plano árido y horizontal.
Atravesar el espejo no es tarea sencilla. Un ilusionista en un escenario lo tiene más fácil que cualquiera de nosotros. 
En su interior habita, nocturno, un gran río.

Sin embargo, inversamente, pocos son los que se adentran en un erial; imposible incluso mantener la mirada en él. Por suerte, tan real como inhumano, está plagado de oasis. Escasos o frondosos permiten a uno descansar, detenerse y otear el horizonte a fin de trazar un pequeño mapa para continuar en ruta y alcanzar otros momentos.
El velo de Māyā está plagado de espejitos, pantallas táctiles, espejismos, tan melosos como mortíferos. Escenario de personajes entrelazados en interminables, tragicómicas danzas, tan alegres y caprichosas como tristes y dolorosas.
Golosa membrana, espejo donde se apiñan, estampados, numerosos grupos de seres semejantes a murciélagos en enorme griterío; de cabezas hacia dentro, de cabezas hacia fuera.
Redes numerosas, enredos tan sedosos como venenosos; balbuceantes, mudos, discursivos, nerviosos.
Tampoco ­es posible vivir en el desierto, pero sí disponer de una brújula bien labrada, con la que girar tan sólo unos grados.
Despegarse del ilusorio espectáculo y,  a un tiempo, voltear la tierra, unos pasos, para elevarse sobre el desierto, invisible, indivisible, imposible; sin tropezar con paradójicas columnas que convierten a la serpiente en la mejor de las amantes. Aprender a bailar sobre la especular cacofonía sin desprenderse nunca de nuestro eje más humano.
Disponemos de alas torpes pero es preciso horadar túneles, aéreos y subterráneos, perforar galerías sutiles, hallar claves, “clics”, ejércitos de calladas golondrinas, esquinas vertiginosas, deshacer nudos, como alternativa valiente a la omnipresente caverna vertical.